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Mi casa con ese jardín

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Soy Govelia

Mi casa con ese jardín

Mi casa fue construida con la ilusión de mis padres en sus treintas, en el barrio de La Molina Vieja. El vecindario era casi una comunidad, todas las familias se conocían, sabían sus horarios, donde trabajaban, algunas desavenencias, y como buenos vecinos se hacían favores los unos a los otros. Mi casa tenía un retiro de jardín con cipreses y flores, en la puerta de ingreso se alzaba orgulloso un jazmín, el preferido de mi mamá; quien vestida con un jean azul ajustado regaba las plantas todos los días a las cinco de la tarde. 

Tomaba la manguera, prendía un cigarro y pedía que me sentara en uno de los peldaños de la escalera de la amplia entrada, lejos de ella para que el humo no me alcanzara, pero era inútil, el olor del jazmín se envolvía con el del cigarro y ese aroma me deleitaba.  En ese entonces tenía cinco años, era la segunda de dos hijos.

Mi dormitorio, mi reino, estaba ubicado en el tercer nivel de la casa, tenía una cama de bronce brillante, un cubrecama rosado que hacía juego con el closet y un tocador de estilo romántico, era como la torre de los cuentos de princesas que mi papá nos hacía escuchar en los enormes parlantes, cuando colocaba sus vinilos en el tocadiscos de la sala.  La recuerdo iluminada y ventilada, con una chimenea de piedra que usábamos muy poco.  Teníamos un jardín interior con terraza, ahí mis papás sembraron árboles de eucaliptos, paltos y nísperos; recuerdo que un día, mi mamá recogió de la calle un tronco seco para que sirva de banqueta natural en nuestra pequeña huerta. Una de nuestras actividades familiares era cosechar nísperos, los más amarillos eran golpeados con una rama mientras yo corría con una canastita recogiendo los que cayeran al pasto, luego los lavaba para que mi mamá los colocara en la mesa de la cocina.   Pero mis favoritos eran los dos o tres árboles de eucalipto que habitaban el jardín, éstos eran altos, frondosos y el paradero favorito de Pepe, nuestro  loro de color verde con cabecita roja, aunque él tenía una jaula que habíamos colgado en uno de los arbustos, nos afligía verlo encerrado, así que un día decidimos soltarlo. Pepe volaba libre, le gustaba observarnos desde lo alto de los eucaliptos, como era domesticado, regresaba a casa cada vez que colocábamos un trozo de choclo sobre su jaula.

En el sótano de mi casa habían dos ambientes, el cuarto de juegos decorado con piso rojo y blanco de un estilo muy disco en donde celebrábamos los cumpleaños, proyectábamos películas y guardábamos los juguetes, las bicicletas y los patines; ahí pasaba horas, a veces sola, a veces acompañada con mi hermano o con Patty, nuestra nana. Al otro lado del sótano estaba la cochera, a diferencia del anterior, me producía cierto temor, era un lugar silencioso y sombrío, cada vez que pasaba por ahí sentía que alguien me observaba.  La Molina Vieja se construyó sobre una hacienda, por eso es usual escuchar historias de encuentros paranormales, historias que atravesaban mi mente, como un día en el que descubrí una cuna y una bebé en mi dormitorio y me atemorizó el pensar que esos cuentos se hacían realidad, pero no, era mi hermana menor que había llegado a invadir mi preciado territorio. 

Hasta el día de hoy, cuarenta años después, es la única casa me genera melancolía, extraño recorrer esos espacios atados a momentos que quedaron grabados en mi corazón, y que aún hoy, se mezclan en mis recuerdos y en mis sueños vuelven a la vida.

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